IBEROAMÉRICA
Los ominosos paralelos entre Chávez y Humala
Por Carlos Atocsa
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Hace como seis años, una empresa de televisión por cable local incluía en su paquete el canal estatal venezolano VTV (Venezolana de Televisión). Esta estación difundía Aló Presidente, una especie de maratón televisivo de la más baja estofa en el que Hugo Chávez fungía de moderador (¡vaya ironía!), bravuconeaba sobre su revolución bolivariana y recordaba a todo el mundo quién manda en su país.
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Yo veía de vez en cuando ese programa, absorto; era testigo de cómo un pueblo, en pleno siglo XXI, sucumbía a la más primitiva campaña de demolición de sus instituciones democráticas y de su economía.
Ante el auditorio mejor pagado de la nación (ministros, generales, funcionarios, militantes gobiernistas, etc.), el líder del sedicente socialismo del siglo XXI contaba chistes (que, curiosamente, todos encontraban muy risibles), ordenaba el cierre de medios de comunicación, anunciaba confiscaciones y estatizaciones, promovía la ocupación de predios de propiedad privada, azuzaba a sus hordas (los temibles círculos bolivarianos, armados y financiados con recursos públicos) para que amedrentaran a los seguidores de la oposición, entre otras tropelías. Y todo en vivo y en directo.
Observando a todos esos sujetos que, imperturbables, tenían que aplaudir y festejar durante horas las ocurrencias del líder, del cual dependían sus sueldos, me preguntaba si esas delirantes imágenes podían repetirse en mi país.
¿Habrá en el Perú personajes como los venezolanos José Vicente Rangel, que fungió de vicepresidente y canciller; Aristóbulo Istúriz, un mediocre lisonjero que fue ministro de Educación; Nicolás Maduro, un rufián que llegó a presidente del Legislativo, o Mario Silva, el conductor con modales de sicario de ese esperpento televisivo llamado La Hojilla, y que varias veces se ocupó del Perú? Estos impresentables secuaces y lamebotas son indispensables en toda dictadura.
Pues sí, sí los hay, y están embarcados todos en la versión peruana del chavismo, comandada por el teniente coronel Ollanta Humala. Está Omar Chehade, un discreto abogado que hoy es candidato a la primera vicepresidencia y que se arroga el dudoso mérito de ser un campeón de la lucha anticorrupción, cuando su estudio asesoró a Julio Salazar Monroe, un conocido cómplice de Montesinos, mientras él ostentaba el pomposo cargo de procurador anticorrupción. Está Javier Díez Canseco, que, ya resignado a no ser el Lula peruano (él fue el primero en seguir de cerca el proceso del PT brasileño), le ha vendido esa idea… no a un sindicalista como Mario Huamán, sino a un militar fascista como Humala, que gustosamente la compró por pura estrategia electoral, ya que en los hechos su propuesta sigue siendo chavista: he aquí una muestra más de lo extravagante e incoherente que es esta propuesta política.
También están los oportunistas de última hora que se han subido al jeep de Humala. Gente como Kurt Burneo, que –junto con su ex líder Alejandro Toledo– acuñó antes de la primera vuelta la frase «Salto al vacío» para referirse a la candidatura de Humala y que, en un acrobático salto dialéctico, ahora sostiene que no era para tanto y que en verdad se trataba de un «salto a la piscina, pero con agua (sic)»; Humberto Campodónico, que aún no nos explica por qué las políticas estatistas bolivianas en materia de hidrocarburos, que tanto alababa y que terminaron en un estrepitoso fracaso –véase el reciente gasolinazo–, pueden tener éxito en nuestro país; Baldo Kresalja, que promovió en el 2004 la regulación estatal de los contenidos de los medios de comunicación, o Francisco Eguiguren, que después de publicar varias decenas de artículos y libros sobre el fracaso de la Constitución de 1979 se apresta a desempeñar una papel estelar en la desaparición de la actual, de 1993.
Son los tontos útiles, en la expresión atribuida a Lenin, que todo dictador necesita en su travesía al poder. Luego los sustituyen o arrojan con desprecio, precisamente por su origen oportunista o por su negativa a seguir doblegando la cerviz. Y es que los dictadores no conocen otra forma de lealtad que la sumisión absoluta.
LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA
De Uribe a Santos
Por Horacio Vázquez-Rial
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Que Juan Manuel Santos no es Álvaro Uribe es algo que nadie ignora. No hay continuidades netas entre presidentes en ninguna parte, ni siquiera cuando existe una concepción idéntica del Estado y de la nación, como en el caso del Brasil, donde la coherencia entre Cardoso, Lula y Roussef en los grandes trazos de la política exterior e interior es evidente. Allí, Roussef vino a corregir la deriva filoiraní de Lula, que era lo único que alteraba el conjunto.
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Si llega a la presidencia Mariano Rajoy, se parecerá a cualquier otro gobernante que se nos pueda ocurrir, pero muy poco a José María Aznar. Ahora bien, habrá más afinidades entre ellos que las que hay hoy mismo entre Santos y Uribe. Porque lo que está en juego en Colombia es la concepción del Estado y de la lucha contra las FARC.
Estuve en Bogotá durante la campaña presidencial de Andrés Pastrana y tengo plena conciencia de lo que se esperaba de él entonces. Como la historia no se puede construir con supuestos, tengo que atenerme a un hecho desolador: Marulanda, Tiro Fijo, humilló al presidente de Colombia y destrozó de un solo golpe cualquier idea relativa a la posibilidad de acabar por las buenas con las FARC. Lo que se perdió en aquel célebre plantón de Tiro Fijo a Pastrana fue la noción de que el Estado pudiera negociar en pie de igualdad con una organización terrorista. Ratifico: en pie de igualdad. Como si los narcoterroristas y traficantes de armas de las FARC fuesen un Estado paralelo, incluso alternativo, al Estado real colombiano, que ciertamente, como se ha sostenido en repetidas ocasiones, no abarca ni puede proteger todo el territorio. Lo que no basta para ponerlo en duda. Tampoco los Estados Unidos rigieron como tales en todo su territorio nominal hasta un siglo después de la declaración de su independencia.
Álvaro Uribe vino a corregir ese desaguisado, poniendo cada cosa en su lugar: el Estado y la organización terrorista. Nunca antes se habían logrado tantos avances en ese terreno. Y nunca antes habían sido tan claros los límites entre unos y otros.
Desde su llegada al poder, Santos dejó claro que las cosas ya no iban a ser iguales. Empezó por mejorar las relaciones con Venezuela, y ha llegado al extremo de decir que había que «pasar página». La semana pasada, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), con sede en Londres, dio a conocer un informe en el que precisa las relaciones de Hugo Chávez con las FARC, consecuencia del análisis del ordenador y los documentos en poder de Raúl Reyes, según informa Salud Hernández-Mora en El Mundo del pasado viernes. En el artículo de Hernández-Mora se sostiene que los servicios de inteligencia venezolanos, tras el golpe de estado fallido de 2002,
prometieron apoyo (a las FARC) y en contraprestación la organización criminal se comprometía tanto a formar grupos paramilitares para neutralizar intentonas golpistas como a enviar sicarios que asesinaran opositores molestos.
También se recogen en el texto declaraciones de Nigel Inkster, director del IISS para Amenazas Transnacionales y Riesgo Político, y supervisor del estudio del que hablamos:
Chávez quiso proteger a las FARC en caso de una invasión armada de Estados Unidos y concibió al grupo terrorista como parte de un frente revolucionario continental.
Por otra parte, el experto colombiano en seguridad Alfredo Rangel dice que «fue política de Estado de Chávez el derrocamiento del gobierno colombiano [de Uribe] a través del fortalecimiento estratégico de las FARC», a las que prometió 300 millones de dólares.
¿Quién encargó al IISS este trabajo y le entregó los materiales de Reyes? El ministro de Defensa de Uribe en 2008, que era, a la sazón, Juan Manuel Santos, hoy presidente, que tiene por «nuevo mejor amigo» (sic) a su vecino Chávez.
Explica Ramón Pérez-Maura en su columna de ABC del domingo 15 de mayo:
Se está tramitando en el Congreso una Ley de Víctimas en cuyo artículo 3 se hace una referencia al «conflicto armado» que vive Colombia. Es una ley en la que se iguala a todas las víctimas –sea quien fuere el que las provocó–. Uribe ha salido lanza en astillero a arremeter contra la iniciativa: dice que hablar de conflicto armado daría a las FARC un estatuto de beligerancia frente al de terroristas que tienen en la actualidad –y desde la Presidencia de Andrés Pastrana–. Si ya es de por sí grave la discrepancia, la escenificación de la misma ha sido especialmente penosa. El lunes Uribe reunió a los portavoces de su Partido de la U para bloquear el proceso y varios comparecieron con él para denunciarlo. El martes, el presidente Santos comparecía con los mismos voceros y otros congresistas del Partido de la U además de altos mandos militares para discrepar del presidente Uribe y manifestar su voluntad de llevar la Ley de Víctimas adelante.
Todo esto tenía que saltar a la luz pública tarde o temprano, y Santos venía adelantando su posición desde hacía tiempo. Por si a alguien en España se le ha olvidado, o le cuesta relacionar una cosa con la otra, recuerdo a mis lectores que hace un mes que el presidente colombiano visitó España y no se recató en decir que contaba con la asesoría de Baltasar Garzón en esta nueva etapa política en relación con las FARC: «El conocimiento del juez Baltasar Garzón para nosotros es muy útil (…) El juez Baltasar Garzón ha sido una de las personas que más ha debilitado a ETA y al crimen organizado (…) El problema del juez con las Cortes Españolas es con las Cortes Españolas y yo no me voy a meter ahí», explicó.
Bueno, en esto está Santos. En dar un paso atrás en casi todo. Nadie le pide que vaya a la guerra con Venezuela ni nada parecido. Sólo que preserve algunos principios.
ECUADOR
Correa, entre la democracia liberal y la democracia dictatorial
Por Carlos Alberto Montaner
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El presidente Rafael Correa convocó a referéndum para cambiar Ecuador y acabó descubriendo que quien debe cambiar es él. Cuando redacto estos papeles no se sabe si ganó o perdió la consulta (probablemente triunfó por los pelos), pero lo importante ha sido confirmar que el país está dividido por la mitad, lo que anula la suposición de que sólo lo adversan los pelucones de la burguesía urbana.
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No era cierto: en esa mitad que votó en su contra necesariamente hay cientos de miles de ecuatorianos de los niveles sociales más pobres, incluidos muchos indígenas, y un gran sector de la clase media. Correa no ignora, además, que si en el cómputo se hubiesen tenido en cuenta las boletas anuladas o en blanco –es decir, electores que no respaldaron sus propuestas–, como suele ser la regla en ese tipo de comicios, habría salido claramente derrotado. Cambió las reglas para beneficiarse.
Si Correa fuera un estadista sereno, advertiría que en el país no hay consenso para su revolución ciudadana, en la medida en que tras esa etiqueta se esconde el propósito de dotar al presidente de unos poderes ilimitados. La inmensa mayoría de los ecuatorianos seguramente está de acuerdo con él cuando afirma que el poder judicial está podrido –como prácticamente todo el aparato estatal–, pero la forma de adecentarlo no es entregar toda la autoridad al Ejecutivo para que haga lo que le dé la gana. El país no quiere jueces venales, pero tampoco quiere que el presidente asuma los otros poderes que equilibran y dan sentido y forma a la estructura republicana.
La mitad de los ecuatorianos tampoco está de acuerdo en controlar las informaciones y las opiniones que vierte la prensa. De eso se encarga el consumidor, con su preferencia diaria. Si no le gusta el periódico, no lo compra. Si no le gusta la estación de TV o de radio, simplemente cambia de canal. Lo que no es de recibo es que el presidente, obcecado por su naturaleza colérica, demande judicialmente a los periodistas que lo critican, encarcele a los ciudadanos que le enseñan el dedo medio en señal de desaprobación y pretenda convertir a los medios de comunicación en un amable coro de sicofantes.
La función del Estado no es vigilar a la prensa; es la prensa, de hecho, la que debe vigilar al Estado. Lo grave no es que los accionistas de un diario lo sean también de una cementera o de una fábrica de tornillos, sino que el Estado controle medios de comunicación, medios que jamás investigarán la actuación de los funcionarios públicos ni, mucho menos, condenarán al presidente. Ahí sí existe un enorme conflicto de intereses que no es tolerable en una sociedad realmente moderna y progresista.
Lo que pretende hacer el presidente Correa –y ojalá desista tras los resultados del referéndum– es demoler los cimientos de la democracia liberal y sustituirlos por una democracia dictatorial.
No estoy jugando con las palabras. La democracia liberal es el tipo de Estado en el que la masa consiente en ser gobernada si constitucionalmente se protegen los derechos individuales, incluido el de propiedad, si se establece una división de poderes que limite la autoridad de los mandatarios y si existe una economía de mercado en la que la función de producir recaiga, fundamentalmente, en la sociedad civil. O sea, el modelo de convivencia que encontramos en los treinta países más desarrollados y felices del planeta.
En cambio, la democracia dictatorial, descrita y defendida por el dominicano Juan Bosch en un ensayo de 1969 titulado Dictadura con respaldo popular, revivida por Chávez en el llamado socialismo del siglo XXI, con antecedentes remotos en el despotismo ilustrado de los siglos XVII y XVIII, es un tipo de Estado en el que la autoridad, ejercida por un caudillo excepcional legitimado en las urnas por una mayoría que abdica de sus derechos y del control de sus vidas, se impone a la masa, supuestamente para su gloria y beneficio, algo que casi nunca sucede en la práctica, porque los treinta pueblos más pobres y desdichados del planeta caen, precisamente, en esa categoría.
¿Rectificará el presidente Correa? Ojalá, pero me temo que no. Estamos ante un problema de deformación del carácter. Sé que la conducta se puede transformar, pero para ello el sujeto tiene que estar avergonzado de ciertos comportamientos negativos, y no hay síntomas de que Correa sea capaz de asumir humildemente una visión autocrítica. No está en su naturaleza.
Strauss-Kahn
La cruel igualdad americana
Cristina Losada
Qué curiosa paradoja ésa de que dónde más intervienen los gobiernos en la vida privada del ciudadano, se insista en conceder al político una esfera privada inviolable, no sometida a evaluación ni a escrutinio.
La detención de uno de los hombres más poderosos del mundo, acusado de agresión sexual, ha provocado la conmoción natural ante un suceso de esa clase. Y digo bien: la detención, pues a la vista de algunas reacciones a este lado del Atlántico, se ha de concluir que ha causado más estupor el arresto que el posible delito de Strauss-Kahn. Cierto, no todos los días se extrae de un avión, a punto del despegue, al director de un organismo internacional a fin de llevarle esposado ante la justicia. Y cierto también, esa actuación policial es prácticamente impensable fuera de los Estados Unidos de América. Pero resulta que allí ocupar un alto cargo, e incluso uno de enorme relevancia, no impresiona a la policía ni al juez. ¡Qué raro país! Trata de igual modo a un vulgar camello de Harlem que al elegante director del FMI. Y si han de hacer noche en comisaría, los mete en la misma celda.
En algún periódico francés, esa expeditiva acción de la policía, ese trato sin contemplaciones –»cruel», según el PSF– dispensado al gran señor de las finanzas, se ha relacionado con el ancestral puritanismo americano. Allí, sentencia el tópico, son más estrictos con la vida privada de las figuras públicas y no se admiten excursiones al lado salvaje: ni canas al aire ni adulterios ni intentos de violación. En suma, son muy poco tolerantes y especialmente intransigentes con los que se dedican a la política. Y ese alto grado de exigencia produce extrañeza y lamentos en la vieja Europa, que recuerda casos como el de Mitterrand: de haberle requerido que fuera un marido ejemplar, nos lo habríamos perdido. Qué lástima. Y qué curiosa paradoja ésa de que dónde más intervienen los gobiernos en la vida privada del ciudadano, se insista en conceder al político una esfera privada inviolable, no sometida a evaluación ni a escrutinio.
Ahora sabemos que todo el mundo sabía. Se había escrito que Sarkozy le advirtió que debía de tener cuidado: «Ahí se no se andan con bromas. Evita coger el ascensor tú solo con una becaria, ya sabes a lo que me refiero. Francia no se puede permitir un escándalo». Pero el conocimiento de su incontinencia no impidió que se le propusiera para el cargo. Así, de esa tradición europea de indulgencia hacia la vida privada del hombre público, de la costumbre de recibir con un guiño comprensivo conductas poco edificantes, se ha derivado el escándalo. Y el descrédito para el FMI y para Francia.
«El cartel de Sinaloa, según las agencias de inteligencia, es una empresa transnacional, con vínculos en todo el mundo, y sus principales mercados son Estados Unidos y ahora Europa del Este», dijo en entrevista con Efe Beith, autor del libro «El último narco» (Ediciones B, 2011).
Esa organización del Pacífico mexicano comenzó a establecer nexos con narcotraficantes colombianos, pero pronto empezó a extenderse a la mayoría de países latinoamericanos y saltó de ahí a África, Europa y Asia.
De acuerdo con organismos de inteligencia, dicha agrupación hace presencia en varios países del este de Europa y en África. «Tiene vínculos con la mafia italiana, aunque no se ha comprobado que los tenga con la Yakuza japonesa», indicó el periodista.
«El cartel estaba usando sus centros de operación claves -Portugal, España, Alemania, Italia, Polonia, Eslovaquia y la República Checa- para establecer una base patrimonial para sus activos», señaló Beith.
Además, dijo, tiene grandes nexos con naciones asiáticas como China, Tailandia y Vietnam, donde obtiene, por medio de grandes empresas, los químicos necesarios para producir anfetaminas.
Beith cuenta en «El último narco» cómo «El Chapo» fue capturado en 1993 en Guatemala y en 2001 se fugó del penal de alta seguridad de Puente Grande, en el estado mexicano de Jalisco, para volver a tomar las riendas de su organización, a la que convirtió en la más poderosa de México y logró su expansión internacional.
Joaquín Archivaldo Guzmán Loera es uno de los delincuentes más buscados de México y Estados Unidos, y figura en la lista de los más ricos del mundo elaborada por la revista Forbes, que calcula su fortuna en unos mil millones de dólares.
«El Chapo» nació en 1957 en La Tuna, un poblado de 200 habitantes ubicado en el municipio de Bardiraguato, en el norteño estado mexicano de Sinaloa.
«El joven Chapo quería salir de ahí, su padre lo golpeaba con frecuencia y cuando era adolescente lo corrió de la casa y se fue a vivir con su abuelo», señala Beith en el libro, tras destacar que trabajó día y noche en el campo y «no tuvo infancia de ningún tipo».
El exeditor de Newsweek, quien visitó en tres ocasiones Badiraguato -considerado la cuna del narcotráfico- en busca de las huellas de «El Chapo», aborda en su obra el origen, crecimiento y la casi extinción de los principales grupos de narcotraficantes.
Narra cómo Miguel Ángel Félix Gallardo, fundador del tráfico de drogas en México, repartió los territorios entre varios grupos: Tijuana para los hermanos Arellano Félix, Ciudad Juárez para los Carrillo Fuentes y Sinaloa para «El Chapo».
Beith relata el ascenso de «El Chapo» y cómo se convirtió en uno de los mayores introductores de drogas a Estados Unidos por diversos medios, incluidos numerosos túneles.
Aunque «El Chapo» sea el más buscado en México, el escritor descartó que Estados Unidos concentre sus esfuerzos para localizarlo debido a que para ellos no representa un grave riesgo y no es un terrorista como lo fue Osama bin Laden.
Además, su captura no significa el fin del narcotraficante, pues las redes de las drogas permanecen debido a la existencia de un gran mercado en EE.UU., donde más del 12 % de la población son consumidores que gastan anualmente unos 65.000 millones de dólares en drogas, afirmó.
En Estados Unidos hay un millón de pandilleros que se dedican a la distribución de las drogas, por lo que para ese país es impensable una «guerra» directa, como la lanzada en México por el presidente Felipe Calderón en diciembre de 2006, añadió Beith.
Según los cálculos del Departamento de Justicia estadounidense, el narcotráfico genera a los carteles ganancias que se ubican entre los 19.000 y 40.000 millones de dólares.